martes, 14 de mayo de 2024

Crítica cinematográfica a El Cartero Siempre Llama Dos Veces (Bob Rafelson, 1981)

Valoración 8/10  

Erecciones comprometidas.         

La adolescencia. Esa etapa en la que si eres del montón todo trascurre como si estuvieras de paso. Los ligues se cuentan con los dedos de una mano, los desplantes por decenas. Y por ahí andaba yo, a los catorce, quince, dieciséis años, desorientado, enamorándome una y otra vez de la mujer equivocada, ahogado en alcohol, en el hilo que separa la poesía del precipicio. Como problema añadido, el apéndice de mi cuerpo que se encuentra entre las dos piernas no daba tregua. Necesitaba ser atendido y mimado a todas horas. A las tres de la madrugada, al despertar, a media tarde, a medianoche, aquello no se estaba quieto. En perpetua posición angular casi vertical y a falta de una chica solícita que le diera estabilidad, mi mano derecha llevaba a cabo interminables sesiones onanistas para calmar a la bestia.

Como parte de aquellos tiempos confusos la televisión también contribuía a menudo al calentamiento global de mi cuerpo. Imposible recordar cuantas veces me sentaba en el sofá familiar, después de la cena, esperando toparme por vía catódica con un cuerpo desnudo femenino que alimentara posteriormente en la cama mi imaginación de salido impenitente. Como tapadera de mi inquieto misil inguinal  cuando la tele me regalaba unos pezones, un revolcón de tapadillo o en el summum de mi calentura un desnudo integral, antes de que la inminente erección produjese a la vista de toda la familia un Everest en mi pijama, colocaba un cojín sobre mis partes nobles mientras mi cara enrojecía sobrepasada por la situación en una mezcla de inevitable excitación, impotencia y vergüenza.

Y de entre todas aquellas noches, viendo películas con mis padres y hermanos, hubo una de pasar a la historia por la imparable erección atómica que me produjo en una escena que recordada a día de hoy aún eriza cada poro de mi piel. Aquel Jack Nicholson caníbal bajándole las bragas a una Jessica Lange explosiva hasta la médula, sobre la mesa de una cocina polvorienta para luego llevar a cabo dios sabe que uno encima del otro, se merece el puesto de honor de todas las erecciones comprometidas, simuladas bajo cojín, que aquel imberbe adolescente presenció en aquellos años de niebla e incontinencia seminal.

Puede que vista con los ojos y no con otras partes del cuerpo, esta revisión de un clásico, imperecedero por si mismo, no esté a la altura, pero el imborrable recuerdo de las manos del viejo Jack hurgando entre las bragas de Jessica le sube por lo menos un par de puntos. Tal vez hasta me esté quedando corto.

 Disfrútenla.


(Del libro "EL CINE QUE RESPIRA", Oviedo 2014)







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