EL INSOMNIO
Mientras Gijón amanecía cubierta por el encanto de la Navidad se
despertaba Mariám de su tercera noche de insomnio envuelta en lágrimas.
Desconocía hasta entonces los dolores de la muerte, y cuando ésta vino para
llevarse a Miguel un huracán le destrozó el alma y optó por refugiarse en un
estado confuso entre la vigilia y el sueño, agarrada a latentes recuerdos que
se unían a los que se fabricaba en soledad desde el veintiuno de Diciembre
anterior en el que la sacaron abrazada al silencio de entre el amasijo de
hierros de aquel coche ensangrentado.
Cuando Mariám comenzó a ser
golpeada por las fuerzas del amor, tres años antes, nunca pensó que llegaría a
ser correspondida por aquel extraño al que observaba cada mañana sobre las olas
de la escalera doce de las treinta y seis que dividen el paseo marítimo. El siempre estaba allí, rodeando de magia la vida de la
ciudad con su particular caja de Pandora de la que solamente salían sonrisas y
sueños. Su equipaje se reducía a un saxofón oxidado y a su maletín de
encantamientos. La música hermosa y triste mostraba el lado oscuro que acompaña
siempre a los nómadas durante sus viajes porque la libertad nunca les hace
olvidar que hubo un tiempo en el que no necesitaban huir. La magia era la
válvula contraria, el mundo de fantasía donde siempre se había refugiado. De su
chistera colorada salían ramos de rosas, puros del tamaño de una escoba y todo
tipo de animales para los niños, nadie se explicaba el fenómeno y el extendía
aún más la incertidumbre al decir que las cosas imposibles son las más
sencillas pues son las únicas que se realizan por amor.
Las punzadas del enamoramiento persiguieron a Mariám durante todo el invierno. Sus visitas felices al bazar del amado se complementaban con periodos nocturnos de ansiedad y de angustia. A menudo tumbada en la cama se preguntaba porqué el amor la había hecho tan vulnerable. Por primera vez no era dueña de su vida, se había vuelto susceptible y arisca y se preocupaba en exceso de su atractivo. En las noches confusas desmenuzó las posibles ventajas y peligros que aquella situación desconocida le ofrecía y mientras se consumía entre las sábanas comprendió que la principal razón que la exprimía era la naturalidad con la que aquel personaje de cuento exhibía su arte cosa que ella nunca había hecho por el temor al fracaso y a la incertidumbre del éxito; en una destartalada buhardilla agonizaban todos los lienzos salidos de sus manos y allí esperaron carcomidos por la humedad y la soledad del genio hasta que el amor los sacó de su letargo y volaron en sus brazos para colocarse a unos escasos metros de la escalera doce. Solamente así, tan cercana a lo inalcanzable, Mariám comenzaba a sentirse segura.
Miguel tuvo que retroceder
muchos pasos en el laberinto de su vida hasta recordar sus días en las calles
de Dublín. Los ojos de aquella chica que tan a menudo se habían repetido entre
su público y que ahora veía pintando siempre a su lado le transportaban a otros
que había conocido y amado en los paraísos de Irlanda. Ella un día le abandonó
diciéndole que la pasión oprimía demasiado sus alas mientras el sentía que
había volado con las suyas. Tras sobrevivir al olvido vio en Mariám el reflejo
de los latidos perdidos y rompiendo el silencio de las miradas de búsqueda, se
acercó despacio, se presentó, venciendo la timidez que se escondía bajo su capa
la invitó a perderse hasta el límite del mar, y antes de que intentara
contestarle levantó su chistera, saltaron tres conejos y la vistió de rosas.
Ella sonrió y se abrazó a su cuello jurando que sería exclusivamente suyo.
En los tiempos que siguieron se convirtieron en amantes explorando los secretos de la vida a través del deseo la palabra y el arte. Ella le llevaba a los sitios que durante su infancia le habían sido declarados prohibidos hasta que los propios niños descubrían que todos habían sido concebidos allí. En esos interminables parajes íntimos y oscuros que rodean la ciudad escuchaba las maravillosas historias que Miguel había vivido u oído a lo largo de sus viajes hasta que se envolvían en un solo cuerpo atrapados por el mismo destino que más tarde se teñiría en el horror de la muerte quedándose Mariám sumergida en las profundidades del insomnio.
Aquel día se había borrado de su memoria, se quedo anclada en el soñado
viaje por Europa que durante meses habían preparado y que había comenzado
aquella mañana tras haberles parado el primer coche. Recordaba a dos
conductores más y luego nada. Le contaron que tuvieron que sacarla de allí
abrazada al cadáver, intentaron calmarla pero se encontraron frente a una mujer
sin esperanza, con los ojos clavados en Miguel gritaba y se lastimaba
golpeándose para contrarrestar el verdadero dolor, de ahí pasó a la negación y
se encerró en una cascara cercana a la locura en donde no solo el seguía vivo
sino que los muertos eran todos los demás.
Era el cuarto día del insomnio y
aún continuaba ordenando su pequeña buhardilla pues había determinado
encerrarse allí toda la vida, cerró las ventanas, sacó los escasos muebles y se
quedó solamente con sus cuadros y con las pertenencias del muerto. Para tapar
aquella mentira hablaba con los conejos y las flores, jugaba con la magia que
de él había aprendido y pintaba garabatos en las paredes hasta que se dejaba
caer al suelo medio inconsciente. Entonces dormía y era feliz pues se
encontraba con él en los sueños.
Segundos después del accidente tras haber abandonado su cuerpo caminaba Miguel entre tinieblas tropezando a su paso con cientos de almas que se retorcían en un estremecedor lamento común. Sobreponiéndose a un miedo helado continuó hasta palpar una puerta que se erguía ante él en el vacío. Al cruzarla desapareció la oscuridad.
Era una enorme estancia grisácea donde hombres y mujeres de todas las razas y edades se apiñaban formando grupos según sus idiomas. Salvo el más anciano nadie levantó los ojos del suelo tras su entrada. Aquel viejo era un marinero finés cuyo barco había naufragado setenta y ocho años atrás. Le contó que desde entonces esperaba a su otra mitad, al amor que soportó sus largos periodos en el mar y que ahora debía rondar los ciento cinco años de edad. Como él todos esperaban a alguien allí y apreciaban su suerte pues sabían que eran muchos los muertos que teniendo cerrada aquella sala de espera vagaban sin fin en el pasillo de los lamentos.
Miguel buscó un sitio entre la
interminable concentración de lenguajes y cuerpos y agazapado en el suelo lloró
mientras la memoria se le escapaba hacia la vida buscando a Mariám. En un lento
retorno mental que quemaba su alma alcanzó a distinguirla entre sombras,
caminando por la buhardilla, empapelada en recuerdos y magia. Pudiendo ver la
tristeza infinita de sus ojos gritó su nombre y se destrozó los puños contra
una de las paredes que le mantenían atado a aquella celda maldita.
Estaba entrando la madrugada cuando los golpes se materializaron
alrededor de Mariám en un violento baile de objetos que le hizo distanciarse
del aislamiento interior que la arropaba desde el inicio del insomnio. Los
conejos dieron el primer aviso con un alboroto de chillidos que precedió al
vuelo de las cosas inanimadas. Cuando cesó el movimiento perpleja ante aquel
desorden no lo asoció al furor y a la impotencia del muerto y dudando por
primera vez de su cordura determinó quitarse la vida. Echó mano a sus pinceles para clavárselos en
el corazón y fue desangrándose poco a poco en silencio. Quería matar el dolor y
vencer a la locura pero entonces la detuvo un nuevo vendaval que esta vez
además de provocar otra estampida se lo trajo a él, de entre los muertos,
dispuesto a impedir aquel mar de injusticia y de sangre. Sólo cuando ambos se
vieron frente a frente desaparecieron las preguntas y borraron sobre el suelo
las heridas de la separación con su único amor desesperado y carnívoro desde
los días de la escalera doce.
Amanecieron muchas horas después pero no había rastro de la noche
anterior y tampoco estaban en la buhardilla, ni siquiera en la ciudad.
Descansaban desnudos en un lugar natural de cegadora belleza y fue entonces
cuando le vieron llegar, al anciano finés, triunfante, asido a su mujer, y a
continuación venían cientos y cientos pues se había derrumbado para siempre su
eterna espera y comenzaban una nueva vida tras haber sobrevivido por amor a los
tiempos del insomnio.

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