Valoración: 10 sobre 10.
El patio del recreo.
Nuestras diferentes etapas educativas
están marcadas por las divisiones. Siempre queremos pertenecer a algo: tribus
urbanas, tendencias musicales, deportes, malos hábitos... Creamos universos
independientes y tendemos a excluir a los que no son de nuestro grupo. Con los
años a menudo se intensifican y cerramos aún más el círculo pero los verdaderos
rasgos de nuestra personalidad ya suelen estar presentes mucho antes, en
nuestra educación primeriza.
Iba a un colegio público, mixto, donde
los niños y las niñas estábamos desperdigados en clases separadas. Yo veía este
criterio como una medida altamente represiva y muy poco edificante porque
sentía que podía aprender más de la sonrisa de una de aquellas niñas que de 200
clases de matemáticas. Sin embargo supe valorarlas como el necesario trayecto
temporal que desembocaba en la maravillosa media hora del recreo.
El patio del recreo, a las doce del
mediodía se llenaba de cenicientas infantiles con sus alegres coletas y sus
mandilones de lunares, y mientras los otros niños se dedicaban a perseguir un
balón, yo me quedaba en una esquina, observándolas, junto con Marco y Pedro,
con quien pronto entablé una inquebrantable amistad. Poco a poco fuimos
conociendo el sector del patio que habitaban nombres tan bellos como Emma,
Marta o Virginia. Y sucedió que me enamoré de una de ellas (Emma) con siete u
ocho años. A Marco y a Pedro les pasó, evidentemente, lo mismo.
La vida nunca volvió a ser igual desde
entonces para ninguno de nosotros y solíamos juntarnos por las tardes en casa
de Marco para escribirle a Emma desesperadas cartas de amor. Eran cartas cortas
en las que poníamos cada letra de un color distinto utilizando nuestro estuche
de 24 rotuladores, y así llenábamos hojas y hojas de nuestros cuadernos con un
"TE QUIERO EMMA" multicolor rematado con un corazón grande y rojo a
menudo deformado por nuestro infantil pulso enamorado.
Pronto comenzamos a dejarle notas de
amor a Emma. Nos colábamos en su clase y las escondíamos entre sus libros o se
las pegábamos en la parte de abajo del pupitre. Y entonces solía quedarse sola,
en una esquina, en el patio del recreo, buscando a sus pretendientes entre
algún aspirante a futbolista y sin reparar en nosotros, siempre tan abstraídos
y excluyentes.
Recuerdo muy bien las cartas a Emma. Y
recuerdo también cuando por aquel tiempo echaron la Fiera de mi Niña por
televisión. Fue entonces cuando me enamoré de Kathie, de su alocado personaje,
de sus ansias de vivir. Y pensaba a menudo que Emma de mayor sería como ella. Y
tal vez tendríamos, como no, un tigre por mascota. O un dinosaurio. Emma y yo,
matándonos de risa.
Hoy en día Emma es una arquitecta de
gran prestigio y está casada, pero yo aún guardo una caja de 24 rotuladores en
la mesita y la Fiera de mi Niña suele iluminar mi televisor cada cierto tiempo.
Algunas cosas cambian, yo no. Lo que aún me falta es el tigre (o el dinosaurio)
pero eso es sólo cuestión de tiempo.
(Del libro "EL CINE QUE RESPIRA", Oviedo 2014)